Thursday, 25 April 2013
Naturaleza náufraga
Se escuchan apenas unos ruiditos, un crujir ausente de maderas. El resto es silencio seco. Silencio de esos que flotan suspendidos en las casas grandes. Silencio que cuelga de habitaciones deshabitadas y vigila pasillos por los que transita ya casi nadie. Esa casa contiene en su cerrazón un torrente de recuerdos impacientes por respirar el aire fresco de la primavera. Memorias resignadas por no poder morir al fin con sus legítimos poseedores, naufragos serviles que sobreviven enajenados a las muertes de sus amos.
En este instante elástico y prolongado se van posando como parásitos sobre las cosas. Objetivamente se diría que se han transfigurado en pedazos de vida sin uso. Objetos condenados a soportarse los unos a los otros, en silencio obligado. Sus mejores presagios coinciden en un pensamiento: un día -se dicen- llegará alguien con buenas intenciones a reventar la casa sin contemplaciones. A abrir armarios y cajones y meterlo todo en bolsas de plástico, todas iguales. Sin pararse a urdir categorías de utilidad o belleza para estos restos.
Sin embargo, quizás sí venga un alma piadosa y afectada le eche una oración antes de cruzar el umbral. Y tal vez, por puro capricho de la melancolía, su imaginación se detenga una tarde entera a acompañar a los trastos. Y recorrerá ensimismada esos pasillos especulando con la vida de los muertos. Ajena a su destino. No, no es probable tanta ociosidad más allá de esta ficción. Pero si eso ocurriera, la plancha de hierro y y el cinturón de alguna prenda antigua (¿una gabardina?) no le tendrían la menor lástima. Lo asesinarían allí mismo, en silencio.
Lo más probable, no obstante, es que venga alguien sin remilgos y lo eche todo en un camión. En menos de lo que te piensas está distribuida la mandanga. Y si te he visto no me acuerdo.
En realidad da igual lo que ocurra después, poco importa que el cazo sí lo aprovechen en otra casa y que las botas acaben en una planta de reciclaje. Es cuestión de tiempo. Ha de llegar el día en que esos recuerdos se vuelvan a cruzar en algún rincón del tiempo. Se verán distintos, quizás menos viejos, y se reconocerán. Atomos encontrados, bailando el uno frente al otro en el centro de una gran bola de magma en la otra esquina del universo. Sin lamentar la ausencia ya superada, se regocijan de su suerte. Crepitan susurros.
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