Sirva lo expuesto en el párrafo anterior como explicación de por qué yo nunca llegué a tocar tierra con los
pies. Me quedé flotando, suspendido o volando entre los ángeles, tocando
la trompeta. Ahora bien... eso no quita que yo fuese el más
hijoputa de clase en el instituto. Pero nunca le di gran importancia, yo
es que me esforzaba tanto por encajar en aquel matadero que acababa
superando cualquier esfuerzo en vano del resto de aprendices de homicida. Mi fuerte no era la imaginación pero era bueno copiando. Si hubiera hecho carrera me habría convertido en falsificador y habría esculpido una Piedad más sensual que la original. Es cierto yo entonces militaba en el partido zombie, pero el instinto
siempre acechó. Me susurró cada noche en sueños, al abrigo del oído
ajeno, y me espetó: ¡tú eres gilipollas!
Pero
volviendo a mi retorno imaginado... Yo sentí aquellos días que una ley y un señor muy
grave me advertían que, pese a haber vuelto, ya nunca me sentiría cómodo
en mi propia tierra. Y así, intentando descifrar mensajes confusos
decidí que lo mejor era optar por el destierro. Eso sí, sin perder el blanco
de vista. Me busqué un pisito a la otra orilla del río, al sur. ¡Con los pobres! canturreaba yo con prudencia por la manzana. Los pobres, y no solo de bolsillo sino los
mismísimos pobres de espíritu, siempre han vivido en el sur. Esas son cosas que se dicen.
Qué agusto pasé las primeras noches, en mi nuevo hogar, imaginando que en el
piso de arriba Raskolnikov y familia malvivían apretujados y sin calefacción mientras planeaban cómo rebanarme el cuello.
Que alborozo para mi cándido espíritu. Ponía canciones no demasiado
tristes en el ordenador y hacía manualidades. Y de esta forma pasé los primeros días conjurando un poder oculto y obscuro que me recorría el cuerpo y me calentaba pies y manos.
El río me proporcionó una saludable distancia con
mi viejo mundo. Eso no significa que me aislase por completo. Sin que
nadie lo supiese me reunía con mi padre y mi madre imaginarios en la ciudad y, en la
intimidad del ruido de un popular bar murciano, nos reconfortábamos con
palabras llenas de ternura real los unos a los otros. O como mucho debatíamos con
respeto y saber conversar. Mi padre aseguraba que la distancia física
nada tiene que ver con la distancia emocional. Mi madre atendía de soslayo. Cuánto deseaba poder asentir... pero su corazón obstinado se negaba a
aceptar esa creencia de su marido.
Yo, acostumbrado al autismo voluntario,
como si no escuchara lo que decían, les repetía aquello de Chesterton:
no, si yo no me he ido por conocer un lugar extraño sino por volver a
casa y sentirme finalmente extranjero en este mundo. ¿Cómo iba a
sobrevivir si no?
Muy bueno el post!! Ese final me ha recordado otra frase. Cuando a Reinhold Messner (montañero infatigable) le preguntaron que porqué se empeñaba en subir allá donde no había llegado nadie, dijo: "voy para confirmar que en realidad, lo que yo ando buscando, ya lo he dejado detrás de mí..."
ReplyDeleteUn abrazo de otro autista voluntario..
gracias por tu piropo Dani. Interesante personaje el Reinhold y muy profunda su reflexión. Así que en realidad ya somos o incluso fuimos aquello que deseamos y continuamos ascendiendo o bien descendiendo completamente ciegos de razón, incapaces de comprender eso que nos mueve hacia adelante..
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