Wednesday 21 December 2011

Aprendizaje de la desilusión I

Emanciparme, emanciparme y volver a emanciparme cada día de mí mismo. Hacer el idiota cada día de una nueva manera, así de sopetón y sin miramientos, ajeno, enajenado, alienado. Sentirme pasajero de una nave solitaria donde no hace más frío ni tampoco lo otro.

Me cuento estas cosas mientras me meso la barba y reflexiono sobre el significado de tal acción: qué bien sentirse extranjero, me repito. Por un par de días tengo la sensación de no conocer ahora a nadie en esta ciudad. A nadie excepto a un par de tarados tan alienados como yo. Hoy es día de celebrarlo con la altisonancia que merece la ocasión: somos una casta aunque nos digan descastados. Sí, nos gustan las grandilocuencias, el mesianismo liliputiense: Nuestra Verdad, tan pequeña y sin embargo tan propia, tan inventada como el resto de verdades, solo que por fin es la nuestra. El último refugio de unos seres que reivindican su legítima cuota de paranoia, de esquizofrenia, de desdoblamiento de personalidad, de rarismo, de resentimiento y otras palabras prohibidas en los apartamentos y duplex de obra nueva. Solo tenemos un enemigo y ese es nuestro super ego: los deberes, las monjas, el obispo Hurtado, la Costumbre. Lo decimos alto y claro: somos igual de vulgares que el resto, igual de mediocres. Pero, ojo, nos queda el orgullo secreto de creernos independientes.

- Todo es mentira.

-¿Todo es mentira?

Todo solo puede ser todo, no jodamos la marrana. Hemos deseado con lascivia ser buenos y compasivos y para ello no hemos dudado en cometer las mayores atrocidades contra nuestra naturaleza y nuestra bendita indignidad. Hemos querido comprender a los demás y que los demás nos comprendan. Ahí es nada. Ha llegado el momento de desilusionarse, de dejar de comprar lotería, de dejar de comerciar con unos dioses indignos de ese nombre y amarranos los machos para lidiar con esta manada de cornudos.

No merece la pena volver a explicarlo pero insisto: con los años yo me fui construyendo mi propia fantasía. Ahora había vuelto a mi remota capital de provincia de mi remoto país como un héroe de mierda. Como un cornudo. Ni más ni menos que como cuando aún era miembro de la manada y me fui. Un perdedor que se fue en busca del vellocino y volvió con las manos vacías. Siempre había tenido gusto por la tragedia y, según los cánones clásicos (y mi propia urgencia) era el momento ideal para escenificarla. Me gustaría haber vuelto hecho un hombre, como Brad Pitt cuando vuelve cabalgando caballos por decenas, con melena al viento y la sabiduría impregnada en el rostro. En lugar de eso, cada vez que miraba al espejo buscando a Brad, encontraba a un niño esforzándose por parecer mayor. La gran pantomima de mi vida ha consistido siempre en quererme parecer a esa imagen de mí que me persigue desde que tengo uso de razón. Ese Pitt murciano. Mis aspiraciones pre-terrenales, esa idea originada en los confines del cosmos que me había escogido por puro capricho, mi relación con lo sublime (cosa natural entre la primera y la segunda dentición según me he enterado) se consolidó tanto en mi ser que llegó a doblegar los impulsos creativos de la adolescencia.

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