Tuesday, 2 July 2013

Ejercicio de Ficción - El Huerto (II)



No es que pretendiese aleccionar al joven ladrón de higos sino que la idea de abandonar el cochecito  bocarriba le resultaba inapropiada. No quería tener que volver de madrugada, insomne y en calzoncillos, a recuperar aquel juguete así que se lo echó al bolsillo. Entonces se quedó pensativo unos instantes, sacó la mano del bolsillo aún con el coche y lo dejó donde lo había encontrado, bocarriba. A continuación rodeó el huerto hasta la puerta de entrada.
Abrió el candado sin dificultad, entró y se refugió del sol bajo el pino carrasco que daba la bienvenida a aquel terreno de apenas media tahúlla de extesión. Se quedó a la sombra unos instantes contemplando su pedazo de tierra, su única propiedad. El huerto rebosaba vida. Las lluvias de aquella primavera, más abundantes de lo común, y un verano más clemente que otros años daban al huerto un aspecto de salud inmejorable. Las ramas del níspero se doblaban con el peso de los frutos, las de la higuera lucían unos pámpanos enormes y lustrosos. Las flores del jazminero impregnaban de sensualidad aquel terreno basto. Su delgadez y la precariedad con que pendían del arbusto equilibraban a la perfección la contundencia con que se agarraban a la tierra los árboles frutales.

Su padre había tenido razón aquel día que trajeron el pino de la sierra de Albacete. Un día este será el lugar más fresco del huerto. Con apenas 5 años y bajo el calor desmedido de verano le había parecido del todo improbable que algún día se pudiera asociar la palabra fresco con aquel palmo de terreno precisamente. Aunque le picase la piel, él había aprendido a refugiarse del calor de la siesta bajo la higuera, allí tenía todo un ejército de indios y vaqueros que convivían en las ramas, héroes del Oeste americano que habían escapado a ciertas fuerzas del mal y vivían ocultos en aquellos árboles gigantes urdiendo planes para sabotear al enemigo y hacerse de nuevo con algún botín. El problema con los anillos y otras joyas, le había confesado su padre al oído con gran complicidad, es que son demasiado pequeños e inútiles para el valor que generalmente les damos los mayores, por eso no es raro que acaben por perderse. Este árbolito en cambio, aunque ahora te parezca pequeño, crecerá hasta hacerse más alto que la casa, y te aseguro que algo así de grande es imposible que se pierda.

Sonó su teléfono, era la chica de la agencia, quería confirmar si estaría en casa hasta las 7. Los alemanes, decía, la familia que tanto interés había mostrado en la propiedad había tenido problemas en la carretera a la altura de Alicante y llegarían con retraso. Menudo contratiempo don Ernesto, la señorita se hacía cargo de que era viernes y probablemente don Ernesto tuviera planes el fin de semana. Pero están tan interesados, es una oportunidad que no podemos perder. Sí, claro Mari Luz, sin problemas, les espero al fresco bajo el pino. Qué gracioso es usted, don Ernesto. Me hago cargo de que debe de ser difícil desprenderse de la casa de su familia, pero usted solo no puede hacerse cargo de una casa tan grande, y es una pena, ya sabe, la humedad hace que las casas se pongan viejas, al final esas casas, si no las cuidas... el día menos pensado se te viene el techo abajo.
Pensó que gracias a personas como Mari Luz, personas que se hacen cargo de las casas -y aun de las causas ajenas, determinadas estructuras puede mantenerse en pié, incluso si se trata de una casa de gran antigüedad o la memoria de una familia, castigadas ambas por las humedades y el peso implacable del tiempo. Pensó con cierto alivio que quizás él no había venido al mundo para soportar esos pesos y que hacía bien en desprenderse de la casa y el huerto de un golpe.
Colgó, levantó la mirada del suelo y se quedó contemplando aquel lugar, el sol aún caía con fuerza y hacía brillar las hojas de los árboles. Le pareció que no debía de haber árboles más hermosos en toda la tierra. Para no dejarse arrebatar el ánimo por la nostalgia se dijo que solo alguien que lo tiene todo puede desprenderse de las cosas más hermosas. Solo él y el que habiéndolo perdido todo una vez ya no desea tener nada.

Monday, 1 July 2013

Ejercicios de ficción - El huerto (I)



Se acercó con paso indeciso al huerto y se detuvo a contemplarlo desde fuera. La verja estaba vencida, no tanto por el paso de los años como por el peso de todos los chavales que tantas veces se habían colado a robar higos aprovechando que ese rincón, protegido en verano por el manto de la morera, era el menos visible desde la casa. Inspeccionó la zona de forma minuciosa e indiferente tratando de imaginar con exactitud forense dónde apoyarían pies y manos para entrar con mayor facilidad y evitar engancharse la ropa. Miró al suelo y se agachó para recoger un cochecito de juguete que había sobre el barro. Debía de haberse caído de los bolsillos de alguno de los chicos. En cuclillas se quedó observando la escena, un deportivo de un brillante color rojo carmín yacía boca arriba. Se imaginó no sin compasión al dueño del coche y como lo habría echado en falta al meterse la mano en el bolsillo ya de vuelta en su habitación y con el estómago lleno de higos. Se percató de que así funcionaban las personas en el gran mercado en tránsito que es la vida - sacrificando objetos y personas que vienen y luego se van a cambio de otras necesidades más urgentes. Se acordó de su propia infancia y algunas de las primeras cosas a las que tuvo que decir adiós sin todavía llegar a entender por qué. Sintió en todo el cuerpo el sabor excesivamente amargo de aquellas primeras pérdidas. El aguijonazo profundo y efímero que marca el instante preciso en que uno comprende que ha perdido algo para siempre y el meneo embriagador que viene a continuación y se prolonga a lo largo de los días. Como aquella ocasión en que su oso de peluche azul, su preferido, desapareció durante semanas para luego volver a aparecer de manera inexplicable en un armario en el que lo había buscado cien veces. Aquel suceso incomprensible. Ahora fantaseaba con la idea de que sus padres hubieran manufacturado aquel misterio como rito de pasaje a dos grandes temas de la vida: la pérdida y la esperanza de lo imposible. La primera pérdida que recuerda, la primera vez que algo se fue de verdad para no volver fue junto al mar. Estaba a punto de cumplir 5 años. Comenzaba a tener conciencia del amor por su madre y de la necesidad de mantener una alianza afectiva fuerte así que decidió hacerle un regalo. Decidió encontrar una concha del tamaño exacto para guardar la alianza de bodas de su madre. A ella no le gustaba bañarse con el anillo y cuando iba a la playa siempre lo dejaba en la bolsa de lona. Cogió la alianza aprovechando que la madre se había acercado a hablar con una conocida un par de sombrillas playa abajo, y se fue a la orilla a consumar su plan. En un despiste la alianza cayó de su mano, vino una ola y se la llevo para siempre. Con los nervios intentó escarbar en la arena pero eso solo empeoró las cosas y con el agua turbia ya no hubo manera de recuperar el anillo. El mar se la había arrebatado de sus mismísimas manos. Al llegar a casa le cayó una buena. A la mañana siguiente todavía le dolían los golpes pero aquel último recuerdo de la alianza resbalando de su mano para desaparecer en el mar le estuvo escociendo todo el verano, y la rabia delirante en el rostro de su madre aquella tarde mientras le gritaba y le zarandeaba por la habitación ya no la olvidaría jamás. La voz sosegada del padre en la habitación contigua tratando de calmar a su esposa, convenciéndola de que tampoco tenía tanta importancia, que aquello tan solo era un objeto, que por favor no gastase tantas fuerzas en descifrar oscuros presagios en aquel incidente banal, tampoco le sirvió para apaciguar su honda sensación de culpa.