Monday, 1 July 2013

Ejercicios de ficción - El huerto (I)



Se acercó con paso indeciso al huerto y se detuvo a contemplarlo desde fuera. La verja estaba vencida, no tanto por el paso de los años como por el peso de todos los chavales que tantas veces se habían colado a robar higos aprovechando que ese rincón, protegido en verano por el manto de la morera, era el menos visible desde la casa. Inspeccionó la zona de forma minuciosa e indiferente tratando de imaginar con exactitud forense dónde apoyarían pies y manos para entrar con mayor facilidad y evitar engancharse la ropa. Miró al suelo y se agachó para recoger un cochecito de juguete que había sobre el barro. Debía de haberse caído de los bolsillos de alguno de los chicos. En cuclillas se quedó observando la escena, un deportivo de un brillante color rojo carmín yacía boca arriba. Se imaginó no sin compasión al dueño del coche y como lo habría echado en falta al meterse la mano en el bolsillo ya de vuelta en su habitación y con el estómago lleno de higos. Se percató de que así funcionaban las personas en el gran mercado en tránsito que es la vida - sacrificando objetos y personas que vienen y luego se van a cambio de otras necesidades más urgentes. Se acordó de su propia infancia y algunas de las primeras cosas a las que tuvo que decir adiós sin todavía llegar a entender por qué. Sintió en todo el cuerpo el sabor excesivamente amargo de aquellas primeras pérdidas. El aguijonazo profundo y efímero que marca el instante preciso en que uno comprende que ha perdido algo para siempre y el meneo embriagador que viene a continuación y se prolonga a lo largo de los días. Como aquella ocasión en que su oso de peluche azul, su preferido, desapareció durante semanas para luego volver a aparecer de manera inexplicable en un armario en el que lo había buscado cien veces. Aquel suceso incomprensible. Ahora fantaseaba con la idea de que sus padres hubieran manufacturado aquel misterio como rito de pasaje a dos grandes temas de la vida: la pérdida y la esperanza de lo imposible. La primera pérdida que recuerda, la primera vez que algo se fue de verdad para no volver fue junto al mar. Estaba a punto de cumplir 5 años. Comenzaba a tener conciencia del amor por su madre y de la necesidad de mantener una alianza afectiva fuerte así que decidió hacerle un regalo. Decidió encontrar una concha del tamaño exacto para guardar la alianza de bodas de su madre. A ella no le gustaba bañarse con el anillo y cuando iba a la playa siempre lo dejaba en la bolsa de lona. Cogió la alianza aprovechando que la madre se había acercado a hablar con una conocida un par de sombrillas playa abajo, y se fue a la orilla a consumar su plan. En un despiste la alianza cayó de su mano, vino una ola y se la llevo para siempre. Con los nervios intentó escarbar en la arena pero eso solo empeoró las cosas y con el agua turbia ya no hubo manera de recuperar el anillo. El mar se la había arrebatado de sus mismísimas manos. Al llegar a casa le cayó una buena. A la mañana siguiente todavía le dolían los golpes pero aquel último recuerdo de la alianza resbalando de su mano para desaparecer en el mar le estuvo escociendo todo el verano, y la rabia delirante en el rostro de su madre aquella tarde mientras le gritaba y le zarandeaba por la habitación ya no la olvidaría jamás. La voz sosegada del padre en la habitación contigua tratando de calmar a su esposa, convenciéndola de que tampoco tenía tanta importancia, que aquello tan solo era un objeto, que por favor no gastase tantas fuerzas en descifrar oscuros presagios en aquel incidente banal, tampoco le sirvió para apaciguar su honda sensación de culpa.

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