Se acercó con paso indeciso al huerto y se detuvo a contemplarlo desde
fuera. La verja estaba vencida, no tanto por el paso de los años como por el
peso de todos los chavales que tantas veces se habían colado a robar higos
aprovechando que ese rincón, protegido en verano por el manto de la morera, era
el menos visible desde la casa. Inspeccionó la zona de forma minuciosa e
indiferente tratando de imaginar con exactitud forense dónde apoyarían pies y
manos para entrar con mayor facilidad y evitar engancharse la ropa. Miró al
suelo y se agachó para recoger un cochecito de juguete que había sobre el
barro. Debía de haberse caído de los bolsillos de alguno de los chicos. En
cuclillas se quedó observando la escena, un deportivo de un brillante color
rojo carmín yacía boca arriba. Se imaginó no sin compasión al dueño del coche y
como lo habría echado en falta al meterse la mano en el bolsillo ya de vuelta
en su habitación y con el estómago lleno de higos. Se percató de que así
funcionaban las personas en el gran mercado en tránsito que es la vida -
sacrificando objetos y personas que vienen y luego se van a cambio de otras
necesidades más urgentes. Se acordó de su propia infancia y algunas de las
primeras cosas a las que tuvo que decir adiós sin todavía llegar a entender por
qué. Sintió en todo el cuerpo el sabor excesivamente amargo de aquellas
primeras pérdidas. El aguijonazo profundo y efímero que marca el instante preciso en que uno
comprende que ha perdido algo para siempre y el meneo embriagador que viene a
continuación y se prolonga a lo largo de los días. Como aquella ocasión en que
su oso de peluche azul, su preferido, desapareció durante semanas
para luego volver a aparecer de manera inexplicable en un armario en el que lo
había buscado cien veces. Aquel suceso incomprensible. Ahora fantaseaba con la
idea de que sus padres hubieran manufacturado aquel misterio como rito de
pasaje a dos grandes temas de la vida: la pérdida y la esperanza de lo
imposible. La primera pérdida que recuerda, la primera vez que algo se fue de
verdad para no volver fue junto al mar. Estaba a punto de cumplir 5 años.
Comenzaba a tener conciencia del amor por su madre y de la necesidad de
mantener una alianza afectiva fuerte así que decidió hacerle un regalo. Decidió
encontrar una concha del tamaño exacto para guardar la alianza de bodas de su
madre. A ella no le gustaba bañarse con el anillo y cuando iba a la playa
siempre lo dejaba en la bolsa de lona. Cogió la alianza aprovechando que la
madre se había acercado a hablar con una conocida un par de sombrillas playa abajo,
y se fue a la orilla a consumar su plan. En un despiste la alianza cayó de su
mano, vino una ola y se la llevo para siempre. Con los nervios intentó escarbar
en la arena pero eso solo empeoró las cosas y con el agua turbia ya no
hubo manera de recuperar el anillo. El mar se la había arrebatado de sus
mismísimas manos. Al llegar a casa le cayó una buena. A la mañana siguiente todavía le dolían los golpes pero aquel último recuerdo de la alianza resbalando
de su mano para desaparecer en el mar le estuvo escociendo todo el verano, y
la rabia delirante en el rostro de su madre aquella tarde mientras le gritaba y
le zarandeaba por la habitación ya no la olvidaría jamás. La voz sosegada del padre en la habitación contigua tratando de calmar a su esposa, convenciéndola
de que tampoco tenía tanta importancia, que aquello tan solo era un objeto, que
por favor no gastase tantas fuerzas en descifrar oscuros presagios en aquel
incidente banal, tampoco le sirvió para apaciguar su honda sensación de culpa.
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